Dramática exhibición de competencia desleal

A todo aquel que entrare, gustare, comentare, difundiere, publicitare, elogiare, enalteciere, alabare y ponderare mi blog, le haré ganar Los Números de Oro.

Consejos a un conocido

Tengo un conocido que tiene un blog. No hacen falta más precisiones sobre él, sólo basta con saber que eventualmente leo lo que publica y que casi siempre cierro la página blanqueando los ojos. Posee este individuo una costumbre que me molesta (reconozco que son cuasi infinitas las cosas que me hacen perder la paciencia) y es la de introducir en la mayoría de sus textos una anécdota sobre lo inconmensurablemente menesteroso que fue en su niñez, con golpes bajos al estilo de que debía lamer las migajas que quedaban alrededor de la mesa de un bar o de que, en las noches de crudo invierno, no sabía si comer las hojas de lechuga o envolverse los pies con ellas (los ejemplos, antes de que hagan la vaquita, no son textuales).
Lejísimos de toda lástima, yo -que lloré con Madagascar, lo que me hace en extremo sensible- siento reverdecer en mí algo que intuyo muy parecido al instinto asesino cuando mis ojos recorren esa falsa identidad de ex mendigo, esa súplica ruin y exagerada de que el otro sienta pena. Antes de que me venga encima la caterva de boquiabiertas acusaciones por mi espíritu despiadado, aclaro que la actualidad de este sujeto es afortunadamente bien diferente y que ya puede él prepararse una ensalada de lechuga en pleno julio sin desviaciones. Advierto además que es evidente, al menos para los que lo conocemos, que su relato de las miserias pasadas no tienen otra intención que motivar ese escalofrío por la espina dorsal y ese recogimiento de las entrañas que implica la conmiseración.
¿Para qué quiere tal cosa? No lo sabemos ¿Es patético su objetivo? Lo es ¿Podemos nosotros, inofensivos receptores de su discurso del pobre reivindicado, construir la máquina del tiempo, inmiscuirnos en el gobierno de “Palito” Ortega y conferirle un plan social? No, we cant. Entonces, ¿con qué derecho nos atosiga él con su historia de las zapatillitas sin suela, de las cartucheras sin crayones Jovi y del barrilete sin piolín?
Loco, mi viejo no me dejó ir a boliches hasta los 18 años y mi blog no se llama Nuncabailélentoycasinorecuerdolascumbiasdelos90.com. Y a los 21 se me murió el Pichi, mi perro, y pude eludir el grupo de autoayuda ¿Ves que la vida es cruel? ¿Ves que todos, en algún momento, alzamos la vista al cielo y puteamos contra lo que existió, lo que existe y lo que existirá?
Comprometida hasta la médula con la evaporización de lo que hay de ridículo en el mundo, púseme a pensar una lista de propuestas para mi conocido. Ahí van:
- Cambiá de estrategia: hoy dan pena los que usan la camisa adentro del pantalón, los que hacen ruidito cuando toman el café con leche o ese infeliz que, en pleno verano, tuvo que calzarse un disfraz de peluche para ir a repartir publicidades de El Conejo Loco.
- Ponete al frente de un gremio. Con tu experiencia de las sopas no tomadas y la oratoria para relatarla, ¿quién te va a negar algo?
- Filmá la remake de El Chavo del Ocho.
- Cerrá el blog y empezá una virulenta terapia.
Afortunadamente para él, gracias a la maravillosa ingeniería de mi intelecto, las opciones no son excluyentes. Regístrese, comuníquese, ejecútese y archívese.

Advertencia acerca del blog y de quien lo escribe

Ahora resulta que tengo un blog. Si mi viejo supiera (si acaso en los escondrijos de su lucidez pudiera asimilar el concepto de blog, cuando aún cree que el arroba es la “a” de un alfabeto asiático), esbozaría esa sonrisa despectiva que tantas veces se me hizo odiosa durante los fines de semana de mi pubertad. Y soltaría, con esa impunidad muy suya: “otra nave en que te embarcas para terminar a la deriva”.
Y eso porque sabe –porque fue él quien tuvo que comprarme la indumentaria específica- de aquella vez que empecé a practicar hockey y, sin que siquiera pasara un mes, lo dejé por razones que ya ni recuerdo. Y de cuando se me dio por la pintura, pero mi ansiedad por el cuadro terminado se peleó con el pincel. Y de cuando se me antojó, influenciada por la necesidad de la autodefensa, tomar las clases gratuitas de taekwondo que ofrecía el colegio. Y de los dos meses de invierno que chapuceé en la convicción de que la natación era buena para mi columna vertebral. Y de las clases de funky que me hacían soñar con la posibilidad de ser la reina de una coreografía. Y del día en que volví a mi casa derribada por la vergüenza que me provocaba la profesora de teatro. Y de lo aburrido que me pareció Pilates, de lo caro que encontré tenis, de lo inútil que se me hizo el gimnasio y de lo tremendamente claustrofóbico del coro de niños de la iglesia.
“Pero lo del blog es distinto, Enrique”, le contestaría yo, porque siempre se me figura que llamarlo por el segundo nombre confiere autoridad a mis palabras, me da un poquitito de razón.
Pero lo del blog no es distinto. Lo sabría él, lo sé yo, sépanlo ustedes. Dicen que el que avisa no traiciona, así que –aunque no espero que la inauguración de este diario íntimo inspire la apertura de clubes de fans- que vaya ese historial de abandonos-fracasos-hartazgos a modo de advertencia. A modo de peligro latente de que un día, con el horario de clases de pandereta en la mano, recurra a ese botón que dice “Eliminar registro” y vaya a abrazar a mi viejo.

Respirá hondo, mami

Aquí vine, a prestarte mi cuerpo. Dame tiempo a desnudarme. Si es posible, no me mires. Conozco donde quedará mi vestido mientras el frío desaparece bajo tus manos. Acomoda la almohada e invita a recostarme. Y, entonces, acércate.
Pon a prueba mi flexibilidad. Desliza cortésmente mi ropa interior, casi como si no quisieras tocarla. Detente en mi rostro. Enardece los músculos de mis extremidades. Haz sonrojar a mi entrepierna. No te inhibas si grito, si gimo, si mis dientes rechinan. El dolor trocará en placer.
Olvida las advertencias y deja la conversación para la próxima. Enséñame tus secretos. Elogia mi desnudez. Perfecciona mi suavidad. Voltéame cuando haga falta. No te preocupes por las que esperan, trátame como si fuera la última. Como si fuera la única. Despídeme sin signos de fatiga.
Le agradezco, señora depiladora.